Clarita solía dar largos paseos por el Eixample barcelonés, particularmente en las tardes más frías y soleadas de diciembre, que era cuando las piernas se le entumecían y los pasos le salían tiesos y patosos, que era como le gustaba caminar.
Escondía el cuello debajo de una bufanda atigrada y, con las manos resguardadas en los bolsillos de la gruesa chaqueta marrón, se paseaba mirando los balcones de los edificios, los diseños de sus ventanas y algunas senyeras; aunque siempre agazapada en su mundo interior, un ático bien adornado con melodías y órdagos enredados en las vigas del techo, aunque abstracto, amoblado con un par de oscuros baúles, un catre enclenque sepultado bajo numerosas mantas tejidas y una ventana amplia que da a un cosmos negro e infinito, con su alféizar y su macetita de gardenia a punto de despeñarse.
Pensamientos tristes, tristes, y luego alegres, alegres. El ático cambiaba de iluminación con una rapidez impresionante, como el día y la noche acelerados en treinta segundos. Clarita padecía de un temperamento bipolar, pero uno de verdad, molesto e inoportuno, no como cuando alguien te suelta de broma: «Oye, hoy me siento muy bipolar, jaja». Imbécil.
-¿Qué te estás estudiando, caramelito? –le pregunta el trotador que, corriendo su sitio, la pesca bien instalada en una banca hermosa que hay en el paso de peatones de la Gran Vía.
-A bichos raros como tú, ¿por qué?
Si algo le activa la bipolaridad a Clarita es que la aborde un palurdo todo sudado y con los auriculares del ipod chillando una música hedionda.
Intercambian sonoros insultos y finalmente el afanador se aleja con el ego reducido y las piernas inusualmente rendidas.
Clarita lee Súper Pop; tiene la mirada fija en una fotografía de Edward, el vampiro, todo blanquiñoso y ceñudo, sacando morrito en plan ¿Quién podría estar más rico que yo? A su lado, la hermosa Bella se aferra con fuerza a su pecho, como si una jauría de hombres lobo los tuviera rodeados. Atrás, por último, se aprecia un bosque de altos y misteriosos pinos, cuyas afiladas cimas parecen querer pinchar a una redonda y enorme luna, que domina un cielo particularmente claro.
La joven, bipolarísima:
-Pero qué tal subnormal, ¿cómo es posible que las adolescentes caigan rendidas ante semejante mongoloide?
-Pero míralo, Clara, mujer… Tú y yo sabemos muy bien que adentro de esa boquita tuya se está gestando la esencia de una salivita simbólica.
-Ay, eso es porque me olvidé el bocadillo, y tan solo con recordarlo…
-Mentira, nena. Yo sé muy bien lo que se cuece allí dentro de ti, en lo más hondo. Yo sé que…
Pero llegó Habichuela.
Un chico flaco y con el pelo negro, aplastado debajo de un gorro andino tejido con lana gris, uno de cuyas largas orejeras colgaban unas bolas de felpa que le conferían un aire tan inofensivo que rallaba en lo absurdo.
Clarita le echó un vistazo apartando apenas los ojos de su revista. El lado accesible de su bipolaridad había ganado la partida, así que, momentáneamente, al muchacho nadie lo mandaría a la mierda sin despeinarse.
-Amiga, disculpa ¿sabes dónde queda plaza universidad?
Llevaba en las manos una caja no muy grande envuelta con papel de regalo rojo, un lazo y una tarjetita.
-No –mintió ella-, ven aquí, chico. Siéntate.
Desplazo su mochila de la banca para hacer un poco de espacio. El chico se encogió de hombros de una manera tan disimulada que nadie podría haberlo notado, acto seguido, se instaló al lado de la joven.
-¿Te gusta la buena música? –preguntó la muchacha, sacando su iphone 4 y unos auriculares blancos de diadema, de alta resolución.
-Hombre, como el que menos.
-A ver, escucha esta canción y dime qué tal… ¿cómo te llamas?
-Habichuela.
-Vale, Habichuela, toma.
El joven se las arregló para montarse los auriculares en los oídos sin tener que sacarse el gorro andino que tan perfectamente le iba a su look. La realidad era que tenía el cabello sin pasar por agua un buen puñado de días, básicamente por el frío y la ausencia de gas en casa.
Adentro de sus oídos un bajo y un teclado setentero empezaron a dar botes armónicos contra sus paredes acústicas. Al rato, se sumó la voz de un hombre y luego la de una mujer, cantando juntos y llenándolo todo con una sensación tibia que aunque entraba por sus oídos, bajaba hasta acumularse en su pecho como una enorme flor de largos pétalos.
Habichuela miró a la chica y vio que era linda, así, solamente linda, utilizando deliberadamente esa palabra tan corta y manida; pero la sazonó un poco:
-¿Sabes? Eres críticamente linda.
Clarita echó una sonrisa muda. Se llevó un dedo índice hasta una oreja y le dio toquesitos repetidos, como quien dice: «Escucha, primero, luego hablas tus huevadas».
You are the sunshine of my life,
That’s why I’ll always be around.
-Ésta no es la versión de estudio –comentó Habichuela, sin dejar de menear la cabeza al son de la melodía.
-Obviamente –contestó la chica-, es de su concierto en el Rainbow Theatre.
-¡Qué crack! -Habichuela parpadeó y empezó verla con ojos renovados.
-Deberías conocer mi ático, está todo lleno de vinilos de Stevie.
I feel like this is the beginning,
Though I've loved you for a million years.
Habichuela se quitó por fin los auriculares y volvió al sonido de la avenida, principalmente dominada por el ruido de los coches y las motocicletas que atravesaban la Gran Vía. De fondo, las voces de los barceloninos, en familia, preparando las compras navideñas o paseando entre los puestos de churros.
Al final, le devolvió los auriculares a la joven. Por allí ensayó una sonrisa.
-¿Vives en un ático?
-Mmm... es difícil de explicar –le dijo Clarita, menos bipolar que siempre.- Quiero hablar de Stevie...
-Fantástico.
-...y de las probabilidades de que conocieras mi canción-test.
Antes de contestar, Habichuela recordó vagamente, como con el rabillo de su mente, que tenía una cita en el Starbucks de plaza Universidad. Vagamente, alguien que lo esperaba amontonando bolsitas de azúcar, tamborileando los dedos sobre una mesa. Vagamente, la sombra de un rostro, el eco de una voz y la innegable relación de aquello con la caja envuelta en papel de regalo, reposando a su lado, a un movimiento de vista.
Y, por último, vagamente, el evoco de algún discurso contenido y esperando en la punta de la lengua, tibio y listo.
Nota irrelevante del autor: mi canción-test es y será siempre From the morning
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