Salí de mi casa sintiéndome más culpable que nunca, pero con la certeza que hacía lo correcto. Ave de luz iría a despedir a su Pequeña Uh al aeropuerto, y yo iba a dar fe que cada pedaleada se había dado con amor, frío, miedo, y fatiga. Aunque en realidad creo que si no hubiera acompañado a Ave de luz él no hubiera extendido sus alas y habría guardado sus ideas innovativas y poco convencionales para otro momento.
El domingo que salí de mi casa, mintiendo que iba a hacer un trabajo grupal toda la noche cuando en realidad iba a manejar bicicleta hasta el aeropuerto de Huanchaco y encima de madrugada y encima por primera vez en mi vida manejando en pista, con ticos, taxis, micros y bestias en la avenida, agregándole, esto sí, el examen del día siguiente para el cual no había estudiado casi nada; sentí que era lo correcto, lo más romántico y loco que podía hacer en estas semanas de angustia, estrés y depresión, y tómese romántico no en su aspecto sólo cursi sino también en esa connotación que se me escapa de las manos como humo de cigarro y trato de alcanzar. En fin, el domingo manejé de Buenos Aires hasta la ciudad universitaria, después de años de no tocar una bici, después de haber tenido mala noche por haber ido a una fiesta, haber practicado fútbol en la mañana, manejando yo una bicicleta vieja cuyo pedal izquierdo estaba vencido, por lo que mi pierna derecha era la única que se esforzaba, y por todo lo anterior, que cuando llegué a la universidad me agarró un calambre en el muslo derecho que casi hace que me atropellen un día antes de la aventura. Al menos ese día cené chifa, y eso que a mí no me gusta mucho pero el fideo entra con todo.
Antes de dormir, aunque en realidad yo no dormí, mejor dicho, antes de estar tirados conversando en un colchón, ya habíamos preparado todo para salir de madrugada, teníamos nuestro arcenal: dos chocolates triángulo por si las fuerzas flaqueaban, una botella de agua por si la garganta no daba, y dos halls para cualquier apuro. Listo, a domir, o conversar entre sueños.
La alarma sonó a las 2:30 a.m. pero nos dimos cuenta unos segundos después. Sacamos las bicicletas que habíamos amarrado con una soga a la ventana del hall, y a las 3:00 a.m ya estábamos manejando, desde el óvalo Larco, en dirección al mall, para luego voltear en dirección a Huanchaco. Ave de luz adelante y yo justo detrás, que me quedaba por ratos, esforzándome por seguirle el ritmo. La verdad que a esa hora casi ni autos había, ni personas, sólo uno que otro reciclador, un patrullero estacionado conversando con dos chicos entre vidrios rotos, y la pista oscura que se extendía hasta donde alcanzaba la vista y nos perdíamos. Pobre Poder Judicial recuerdo haber pensado al pasar, al verlo inmenso y completamente iluminado, vacío como siempre, (nunca mejor expresado). O la emoción de manejar entre el desierto chimú, con huacas a los costados, sintiendo el misterio que se diluía con el viento de la noche, tratando de transportarme a épocas remotas.
Llegamos al final del camino, que habíamos seguido diligentemente según los carteles (jamás en la vida habíamos ido al aeropuerto ni transitado por la carretera que desemboca en él), y nos chocamos con un portón de barrotes de fierro, cerrado en plena oscuridad. Eran las 4:00 a.m. y abrían a las 4:30. Tirados en la vereda nos comimos los halls mientras esperábamos. De pronto, de un taxi estacionado en el otro extremo de la avenida salió un hombre en calzoncillos y se puso a orinar en la calle. Las cosas que uno ve -pensé. Y con las mismas subió de nuevo al taxi al trasero posterior, tal vez al encuentro de una mujer.
La media hora pasó e inmediatamente le exigimos al vigilante que nos dejara pasar, claro que el vigilante no se dio cuenta que le exigíamos, por algo éramos estudiantes de Derecho, y una vez superada la barrera de fierro manejamos el último tramo y llegamos. Un aeropuerto desierto, sin trabajadores, sin pasajeros (bueno, sólo una), y con unas bancas de plástico muy cómodas en las cuales dormí echado mientras Ave de luz averiguaba si el viaje era ese Lunes, o había sido ayer, o a qué hora era. Me dormí rogando que no hayamos manejado en vano.
Cuando desperté, Pequeña Uh no había llegado, pero sus compañeras sí, así que sí, ese era el día del viaje, sólo que 3 horas después. Hasta que llegó, y Ave de luz fue feliz, a pesar de que se iba, y emocionado él por saludar a la familia, que toca mi corazón, boom boom boom. Y se fue, o nos fuimos, nos despedimos, y deseamos suerte.
Al regreso, manejando de nuevo, nos comimos los chocolates. Y cuando llegamos a Trujillo, otra vez, nos metimos a un hueco a comer shambar, a recuperar las fuerzas porque Ave de luz iniciaba a trabajar ese día, y a mí me quedaba toda la mañana para estudiar para mi examen. Que por cierto para no dormirme tuve que estudiar parado encima de la cama de mi primo, pero esa es otra historia.
Mi examen no lo di tan bien, pero aprobé, y todo salió como debió salir. En fin, no nos pasó nada, que es lo bueno.
(Aunque no quiero omitir que las posaderas quedaron doliendo por lo menos hasta dos días después).
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