lunes, 11 de abril de 2011

Wild east (otra historia sobre moverse en el mundo)

El cuartito de María era así, uno vacío casi con un colchón bien limpio con sus sábanas de flores. María oliendo a agua de colonia, de a litro. Rica. Tenía doce libros, los mismos de toda la vida, el resto de su vida en su cuarto en el último piso de un edificio desangelado, grisáceo, en la calle Colima, o sea bien alto, antes de llegar a la iglesia, como a medio camino. 

Me freía dos huevos y pescado, cuando tenía, porque había días en que llegaba y nos pasábamos una tarde con dos soles de pan. Qué calentito y veraniego era bajar a la panadería y comprar dos soles de francés, a las seis de la tarde, un poco pasadas. Cuando a esa hora el sol caía sobre el mar, se apagaba en rojo, horizontalmente e incendiaba el cielo y sus nubes rasgadas bien alto, prendía un incendio bestial, mira, María, no me negarás que es el cielo más hermoso y rojo del mundo. María me decía: ¿tontito, cuándo te irás de mi cuarto?, ¿cuándo dejarás de aparecerte en las tardes más inconvenidas? 

En el fondo ella quería desaparecer. Desaparecer de toda la gente y ser vista lo mínimo. Por eso se había venido a este puerto tan venido a menos, porque un día, María, había salido de La Floresta, en el este, y había llegado al borde del mundo, de nuestro mundo, pero no había querido ir más lejos. Aquel edificio le bastaba para vivir al margen de las noticias, la gente y los pensamientos. 



Yo llegué casi igual que María, solo que con el corazón en fuego, saltándome en el pecho, desde el este también, pero más allá, desde el otro lado de las montañas, donde se extienden las llanuras verdes y no hay necesidad de barcos. Vivía con mi madre y mis hermanos en una cabaña de barro, limpia y acogedora, con la lumbre siempre encendida y encima una olla negra de leche de cabra. 

Vivía con el corazón en fuego a partir de una noche que soñé con un cielo negro. Al despertar, casi me mata la fiebre, la pena y la angustia. El corazón en fuego, y no llevaba camisa, y tanto que hasta sudaba lo que bebía. Por fin, un día mi madre vino del meandro, donde se forma un pantano espeso que cubre el mundo. Me dijo: pregunté al dios, tu corazón extraña el oeste. Y yo la miré a sus ojos grises, mi madre arrugada y consciente de que no conozco más lugar que el suyo. Ella te mira, sus ojos se mojan y vibran, ella palidece, y tú la ves esperando que la primera lágrima abra al campo sus mejillas y corra luego su tristeza. Pero ahí se queda todo. Luego sabes que el dolor siempre lo llevara en el pecho. No con fuego, sino con hielo. 



A diferencia de María yo no puedo vivir en el margen del mundo, tengo que seguir hacia el oeste, que mi corazón vuelve a quemar, ya no con fuerza, ni con fiebre. En este puerto, el llamado es más leve, golpea raras veces como un eco, más bien, antes que como el dolor de antaño. Se que nunca me quedaré aquí. Un buen día saltaré al mar, con nave o sin ella y nadaré hacia la línea que separa el océano del cielo. Hasta entonces, alargo el llamado en el cuarto de María, conversando de libros que ella lee, de sueños que ha tenido… Le cuento las pecas. ¿Por qué te cortaste el cabello? Tiene unas greñas desiguales y castañas. ¿Y por qué sales tan poco? En este edificio grisáceo y desangelado casi nadie la conoce. Casi nadie se pasea por aquí. Casi nadie vive en el pueblo. A veces María no quiere contestarme a nada de lo que le pregunto, aunque ella dice que sí que lo hace. Con la mente, con su mirada eterna (porque cuando la miro parece que nunca se fuera a morir), me dice ella: te hablo, pero no me escuchas. Y yo le digo con la alegría encogida: quiero, quiero, quiero, mujer. Pero nunca tengo idea de lo que me dice cuando me mira a los ojos. 

Tengo miedo de que ella pierda la voz y nunca más sepa lo que me dice, sé que es tonto, pero puede pasar, en especial en un lugar como éste, donde no hay nadie que te pueda prestar auxilio si te ocurre algo. Si se quema el cuarto, si se incendia mi pecho un buen día por tanto quedarme en el este.
María me apremia. Vete en un bote cualquiera. Tiene que ser un velero, María, le digo. Un velero o nada. Nada, entonces, me dice ella con un juego de palabras: nada bien lejos, que no me dejas desaparecer. Entonces me enojo, aunque la amo con fuerza, a veces me enojo: largo, desaparécete tú sola. Y me marcho otra vez de su cuarto, pensando que en el muelle encontraré amarrado un velero blanco y reluciente, para mí. Pero no hallo más que vulgares botes pesqueros, a remos o a motor, salados, toscos y despreciables. Imposible cruzar el mar en ellos, moriría como debió haber muerto el viejo de Hemingway. Solo, en medio de la nada, con una nave a la deriva, la espalda desnuda y picada por la sal. Ése sería un lógico final. Solo que yo no moriría seco, sino consumido. 

Como hago siempre que me canso de todo, me desabotono la camisa, botón a botón. Me gustan las camisas de manga corta y con diseños de cuadros azules y celestes, por algo será. Me la quito y examino mi pecho desnudo, flaco y pálido. Palpo encima del corazón. Quema poco, no como antes. Es un eco de calor, manso, inofensivo porque nunca me quedaré en este lugar. No importa cuanto ame a María. El día que decida quedarme acá, el corazón se me encenderá en fuego rojo (como el cielo al atardecer), abrazará mis entrañas y moriré consumido por la llama de un deseo extraño, que no sé quién puso en mi corazón.

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